Algo que maravilla, que sobrecoge por ser extraordinario. Viene de fuera. Se sale de lo normal. Nos deja ahí, detenidos y mirando. Porque tiene que ver con mirar-hacia, con admirar. Es como si algo que está ahí nos enfocara, dirigiera nuestra mirada, decidiera incluso por nosotros, no pudiendo hacer otra cosa. Es una esclavitud, por tanto. Un golpe de efecto instantáneo y poco más. El día a día, por si interesa, no puede vivir de lo maravilloso. Aspirar a lo maravilloso continuamente es un engaño marketiniano de nuestro pobre tiempo en rutinas y sentido.

Ayer leía sobre educación, en relación a la sostenibilidad de la atención y la capacidad de trabajo, que lo mejor es avanzar sobre lo cotidiano. Como montar en bicicleta. No se puede querer estar todos los días aprendiendo algo nuevo y haciendo nuevas todas las cosas. Resultaría una ridiculez agotadora y desesperante. Por una parte, a nadie amarga un dulce. Por otra, qué empacho nos llevaríamos. En la cuestión de la atención andamos despistadísimos. Ahora dicen que lo mejor es esto, cuando todo el mundo sabe que es aquello. Luego volverán a aquello, pero será ya tarde. Lo mejor para la atención es atender. De verdad, implicarse en una tarea con atención. No quince minutos, sino lo máximo posible. Con sentido común. Qué pena que nuestros jóvenes no puedan atender a cosas importantes más de diez minutos. Qué pena de educación. Y qué escasa capacidad de resistencia compartida.

En el mundo de lo maravilloso, las personas y las cosas parecen tener vida. Por eso encantan ciertos universos, por eso atrapan algunas narraciones. Porque al contarse, dan sentido. Porque al narrarlas y repetirlas y aumentarlas, van teniendo que ver con nosotros y nuestro mundo con el suyo. Como ocurre en las historias de nuestra memoria, que incremental el caudal de nuestra experiencia y sabiduría. En las escuelas hay que narrar más y mejor, volver a fortalecer esos huesos del espíritu que darán consistencia a todo lo demás. Y qué importantes son las narraciones, las palabras y los diálogos en todo esto. Siempre que estén vinculadas con la verdad, el bien y no jueguen con la belleza estúpida y superflua que mancilla la esperanza que porta. Los justos, silenciosos, sostienen el mundo con su fe.