El gusto por el estudio se lo debo a un par de maestros. Los mismos a los que achaco también otras dos pasiones: el silencio y el diálogo. Uno lo conocí en la universidad, otro en el trabajo. O sea, con uno soy alumno y del otro empecé siendo compañero. Por ambos siento una gratitud inmensa, una deuda impagable. Y es muy probable que ellos ni lo sepan. Con los dos, por suerte, sigo teniendo algún que otro contacto.

Hay un estudio que se hace en la distancia, con páginas que son como pantallas protectoras frente al mundo. Otro se hace a corazón abierto, dejándose operar por la vida. El primer estudio deviene racional, concienzudo y distante, alumbra así sus conclusiones. El segundo se deja la piel, se llena de sangre, se deja herir por la verdad que no suele escucharse. El primero puede manejar de todo con excelencia; se sirve de todo, incluso de las palabras, con las que siempre trata. Pero en el segundo es más bien la persona la que aparece en construcción, ofreciendo espacio para acoger lo que va llegando.