Quisiera muchas veces decir las cosas de otra manera y con otras palabras. Pero se enganchan con excesiva frecuencia en mi historia y se anclan en lo ya conocido. No sé bien ni cómo desprenderme de lo de siempre ni cómo hacer surgir la novedad. Algunos dicen que leyendo más, otros que leyendo menos. Algunos proponen como solución dejar de escribir y dejar de hablar, más silencio. Mientras otros más ejercicio y constancia, mayor frecuencia y más diversificada. Para unos será cuestión de nuevos maestros, para otros dejar de hacer lo de siempre, de escuchar y desaprender.

Lo cierto es que las palabras tienen límites precisos. Se encuentran en mí, como hablante. También en el oyente, voluntarioso o no, comprensivo o descortés, vago o esforzado. Y en la palabra misma.

Nadie conseguirá engañarme creyendo que una palabra puede ser capaz de encerrar en sí una vida, un sueño, un fracaso. Las palabras, más que redes, son linternas que gritan «por ahí», «a lo lejos», «en esa dirección», y en ocasiones «no hay nada», «se acabó». No son la meta, sino camino abrupto y caprichoso. De vuelta, más que de ida.

Amo las palabras porque amo la vida