Lo primero que me viene a la cabeza es una especie de consejo suave. Alguien con educación se aproxima, se inclina y susurra una propuesta. Lo opuesto a imponer, dejar caer o estampar, o sea, de tirar embrutecidamente la piedra y esconder hipócritamente la mano. Por eso creo que el buen maestro es sugerente, por la delicadeza de la forma y lo elegante de la materia. Es decir, el que sugiere aparece con su propio rostro y vida por delante y permanece activo hasta el final de la conversación, en un plano humilde.

Algo sugerente es algo que, estando sin estar, hay que descubrir debajo de la realidad concreta, como sosteniendo y gestionando lo que hay. Tomo algo que me recuerda a un viaje. Huelo y vuelvo a la infancia. Toco y me toca cuando aspiro a un sueño. Veo y me desvelo, escucho y compongo el mapa con la pieza que faltaba. Lo sugerente está en todo llevándonos de la mano a un sitio enriquecido. Lo sugerente ayuda a imaginar, da libertad para pensar de otro modo, suscita la ocurrencia en el ignorante, pone la palabra acertada en labios del imprudente. Y no roba a nadie el protagonismo. Lo gestiona desde abajo.

He rastreado la palabra con mucha carga simbólica. Esa densidad de lo real de la que el ser humano es capaz, que se tilda de tantas formas impertinentes y se mata en el niño tan tempranamente con golpes de objetividad. De dónde puede venir lo sugerente sino del alma cuando está presente con pasión en todo, tanto en lo que se hace como en lo que se quisiera hacer. Qué buen maestro es el que sugiere algo eterno que no se olvidará jamás.