No vendría mal un poco de ambición, una cierta competitividad incluso. Palabras, ya lo sé, cargadas peyorativamente en épocas de abundancia donde todo podía «valer» y la seguridad provenía de otros, sin saber bien cuánto suponía o costaba. Enchufar dosis de ambición, de idealismo, de grandeza, de aspiración en una sociedad adormecida, en la que los soñadores acusan al resto de insomnes y los que siempre están desvelados por los afanes del presente se quejan de esos jóvenes que creen que todo se puede hacer. Nadie habla ya de lo fácil, porque sería desmedido y ridículo tratarse así bajo el paraguas que nos empapa permanentemente de crisis, de tristezas y de lamentos. Nadie retrocede, apostados en los torreones desde los que quieren divisar lo que vendrá para su propio bien. 

Apostemos por la ambición. No el egoísmo. Porque ambición y egoísmo no deben ser lo mismo. Y también, ya que estamos, echemos una mano alimentando el demacrado espíritu de superación que nos anida. No a la lucha de clases, ni al enfrentamiento social. Si hay que competir, si hay que apasionarse con algo grande, si hay que bregar incansablemente que sea por algo que no nos aisle más. Porque ambicionar y porque competir nunca fueron, en verdad, enemigos del hombre hasta que no se hizo dueño de ellos ese espíritu que sólo puede mirarse el propio ombligo. Ahora, que parecen realidades arrinconadas por la sociedad de los valores justos, al menos yo los echo de menos. Un poco, al menos. Con su tensión, con su vigor, con su falta de cansancio, con su atrevimiento y osadía, con su valentía para mirar adelante y creer, que es de lo que se trata ahora, que será más que posible, que será por la felicidad, que no es propia exclusivamente, sino para bien bien de muchos.