Cierto es que nacemos entre personas, o mejor dicho de las personas mismas, rodeados habitualmente de una algarabía que no recordaremos jamás aunque deje su huella en nosotros, de miradas que nos traspasan hacia aquellos que serán nuestra familia, en un tiempo y espacio determinados. Cierto también es que crecemos con normalidad entre muchos, de distintas edades e historias, con sus procedencias remotas, en forma de caminos entrelazados que unas veces se ven y por momentos se ocultan y ciegan. No es menos verdad, a mi modo de ver, que recibimos esa identidad por la que nos llamamos como la vida misma, sin que nadie nos pregunte o sin firmar formularios, al margen de toda responsabilidad personal que nos haría vivirnos antes de tiempo con una carga llamada vida que nuestras fragilidades no puede sostener ni en pie ni tumbados. Estoy seguro de que sin otros cerca, muy cerca, no haría el hombre ni un décimo de cuanto consigue reconocer como deseo, y que los empujones del amor son más impulsivos que los de los propios instintos. Nacer y crecer nos pone frente a otros. Y sin embargo, a medida que pasa el tiempo el espacio suele venirse a menos para hacer hueco a las horas compartidas, a los acontecimientos que nos unifican, a cuanto hace fluctuar las habitaciones para aproximar personas como ahuecándose, a las sorprendente relatividad de lo que nos rodea y gira, como el universo, en torno a la estrella luminosa que nos da calor, nos alumbra y nos levanta a mitad de la tarde como si fuera un nuevo día.

Vivir juntos es una expresión equívoca. La libertad del hombre va más allá, y nos capacita para habitar en otros y dejarnos habitar por sus presencias, de múltiples maneras. Compartir el techo, disfrutar instantes en común, no es lo último. Más bien expresión de algo un paso por detrás y por delante. Ya no es vivir-con ni convivir el objetivo, sino entrar, adentrarse, permanecer en corazón ajeno como luz y como abrazo. Entonces, y sólo entonces, reconocemos la pequeñez que ansiamos, que nos sitúa en otro universo, para adelantar un pie en el umbral del amor. Un paso en debilidad por la fragilidad del momento. Un paso de respeto, de locura. Un abismo ante los ojos con los que todo se verá redimido y salvado de la mediocridad de lo aparente y externo.