Empezamos el lunes. Sucede de todo. Quisiera quedarme siempre con lo mejor, con lo estupendo. Lo que no es así también deja su huella y reposo. Remueve e incomoda. No puede ser de otro modo. Eso hace que haya gestos que brillan por sí mismos. Nada más comenzar a trabajar un alumno se acerca con su libro a la mesa del profesor. Hay días en los que se trabaja la autonomía. Ellos permanecen en sus mesas, yo en la mía. Todos hacemos cosillas, nos miramos, dialogamos en la distancia. Ellos crecen, a mí me dan ganas de levantarme y tengo que aguantarme un poco. De vez en cuando doy un paseo, felicito a los que están bien y en seguida todos se sientan correctamente, atienden a lo que hacen y se centran. Como todos, desean ser llamados por su nombre. No quieren más premio que se les diga que están haciendo bien su trabajo, ser modelos lejos de las pasarelas, ser mirados por los demás si son nombrados por bondad. Un cierto orgullo nace en ellos, un ápice de dulzura y ternura se repite en sus rostros cuando los llamamos de esta manera. Todo profesor lo sabe. Es la vida misma.

Un alumno se levanta y se acerca, como decía arriba. Ya no estoy solo, pienso en un primer momento. Viene a hacerme compañía porque sabe cómo estoy. Se me notará en la cara que quiero estar con ellos, hacer teatros, reír y disfrutar, salir de este letargo. Con su libro en las manos, señalando la página que estamos trabajando me pregunta si está bien o no. Como está perfecto sólo le felicito y le animo. Me da las gracias. Cuando por hacer tu trabajo te dan las gracias no sabes dónde meterte. Es lo que se debe hacer, digo yo. No hay por qué darlas. Pero el muchacho lo ha dicho de corazón. Se lo agradezco, digo su nombre en alto porque es más que educado, por el bien que ha hecho. Y de paso le digo que sería aún mejor si pusiera un pequeño dibujo sacado de su imaginación en el borde, junto a la palabra más bonita que allí estaba escrita. La palabra era amor. El muchacho me hace otra pregunta. ¿Puedo escribir también la palabra «gracias»? Le digo que sí. ¡Cómo no! «Amor» y «Gracias», qué maravillosa combinación. De nuevo se muestra agradecido. Y ahora sí que le pregunto que por qué me da las gracias. Su respuesta, sencilla como son los pequeños, me deja boquiabierto: «Por querernos y enseñarnos.»

Ahí lo dejo.