Alguno pensará que me he vuelto loco. ¿A quién se lo diré? ¿Soy capaz de eso? ¿Qué pretendo conseguir? ¿A qué viene este arrebato en el blog? Pero no os preocupéis por mí, sino por la madre que ha tenido que escucharlo de labios de su hijo infante que no alcanza el metro de altura, con cara serena e impertérrita, con mirada vertial y altiva. Todos los que estábamos a su alrededor nos hemos girado sorprendidos al instante. Alguno con cara y ganas de bofetada olímpica. La madre mientras, avergonzada y callada.

Si el niño sabe o no lo que está diciendo me da igual. Sabe de sobra que sus palabras suenan fuerte, son hirientes, hacen daño y no tienen nada de bondadoso ni de infantil. No pertenecen al reino de los juegos, sino al de los adultos rotos y sin humanidad, a los más despiadados deboradores de amor, a los fantasmas que aparecen en televisión. Y ese pequeño parece de vuelta de un mundo en el que todavía no ha vivido y que da coletazos en su vocabulario, en su inocencia, en su integridad y desarrollo.

La madre no debiera haber permitido que llegase a eso. No sé qué ha pasado antes, mucho antes de esta mañana para que adquiera tanta maldad. Pero cualquier esfuerzo por remediar esta corrupción me hubiera parecido poco. No sé qué ha conducido a este hall en el que nos encontramos. La madre tampoco lo sabe. Se adivina con su silencio.

Y termino pensando que esto sigue siendo extraordinario. Que el mundo consigue significar su belleza y hermosura a pesar de los engaños y los tropiezos que algunas mañanas quisieran impedir nuestra alegría.