Sorprende lo poco que sabemos en ocasiones de muchas cosas y lo fácilmente que nos situamos como expertos. No es una condena, sino un anhelo. Creo que la vida nos brinda así la oportunidad, nuevamente, de sentirnos ignorantes escuchándonos a nosotros mismos. Tanta sabiduría en ocasiones, y tan escasa presencia del misterio que es vivir y de sus locuras, nos tienen ensimismados y un tanto obnubilados. Esto lo digo porque hace poco tuve que pedirle a alguien que me escuchase después de estar hablando más de media hora, y no hace mucho también me enfrenté a una situación demasiado contaminada por cartas escondidas. La sorpresa grande viene cuando nos damos cuenta de que esto que nos está sucediendo, y que vemos y sentimos, puede estar en idéntica situación con muchas otras facetas de la vida. Algo así como percibir que la vida real más allá de los muros de nuestro corazón no está penetrando. Porque si no es capaz de entrar cuando viene en palabras claras y reales, dichas frente a frente, cómo podemos mirar más allá de lo que tenemos delante de las narices, o cómo nos dejaremos tocar por la dulzura de la amistad o la belleza del amor o la fuerza de la entrega y del servicio. Cuando no escuchamos a quien tenemos delante es como no dejarle hablar, como ponernos una careta de rostro atento a la nuca y darle así la espalda a lo que le hace feliz o le hace sufrir.

Necesito aprender a escuchar, aunque generosamente se me haya regalado la maravilla de oír. Al igual que con la vista de una bella obra de arte antiguo, estimo que la escucha se inicia en la admiración, en la sorpresa, en el milagro, en la comunicación más allá de las mismas palabras. Entonces se iniciará lo de comprender, acoger y, si fuera posible decir algo, entrar en diálogo. Pero con la escucha hoy tengo más que suficiente. Deseo este don para mí, y también siento necesidad de que se le regale a personas que tengo cerca para poder hablar con ellas.